Cairo Revolucionario (tercera parte). Conclusiones y un demorado pedido de perdón a la familia…
Haber tenido el privilegio de vivir esta revolución desde adentro y de principio a fin, fue sin duda una de las experiencias más vivas e intensas de este entrañable Viaje por África. (Ver los dos posteos anteriores).
Casi sin quererlo y sin buscarlo, o también podríamos decir casi todo lo contrario, este viaje continental estuvo absolutamente inundado de experiencias no comunes, o al menos más que llamativas para esta troop compuesta en sus bases por dos personas, a la que se le fueron agregando por cortos o largos períodos de tiempo amigos de distintas partes del mundo; pero definitivamente y sin posibilidad de cuestionarlo, y también porque entendemos que de los momentos duros se aprende mucho más que de los felices, la experiencia revolucionaria tuvo, tiene y tendrá un lugar destacado en el cuadro de honor de tanta vida bien vivida.
Existe por ahí una novela-filosófica que postula en sus primeras líneas, que cada decisión que uno toma en la vida, abre el camino a una infinidad de posibilidades y los cierra a otra infinidad (no menor) de ellas. Pero lo más interesante de este conocido, y hasta podríamos decir obvio concepto, es que enmarca esas decisiones dentro de la compleja gama de sentimientos y racionalidades que determinan esas decisiones.
Así, agrega que lo verdaderamente determinante y definitorio no es la racionalidad con que se toma la decisión, sino el sentimiento que atraviesa esa racionalidad en la toma de la decisión, por lo que la misma decisión abre caminos muy distintos de acuerdo al sentimiento que la define. En suma, y a modo ejemplificativo: si la decisión fue tomada con odio no abre los mismos caminos que si fue tomada con amor.
Para el acabado del concepto, introduce además la variable “determinación” con que esas decisiones transitadas por la infinita gama de sentimientos son tomadas, aduciendo que a mayor determinación, el enfoque será mucho más intenso, y eso es lo que permitirá la proyección de vida de los posibles universos a transitar, postulando que cualquiera de los caminos y/o universos elegidos será truncado prontamente si la decisión no fue tomada con la suficiente determinación y convicción. En suma: cuanta más determinación y enfoque, más posibilidades de llegar a algún tipo de “destino”, o “meta”, u “objetivo propuesto”.
Para pulir, concluye la primera parte de la novela (antes de dar lugar al relato en sí mismo), existen una infinita cantidad de hechos fortuitos, imponderables y absolutamente inmanejables, que son los que atraviesan esas decisiones tomadas con algún tipo de sentimiento y una cierta determinación, que posibilitará un enfoque de cierta intensidad hacia a algún tipo de universo posible, y que son los que de alguna manera intentan demorar, acelerar, embellecer o destruir (entre otra infinita cantidad de posibilidades) estas decisiones, y por ende, los posibles universos en que una persona actúa. Para redondear: todas estas variables que el autor plantea son en gran parte el concepto de lo que define como vida. Los hechos que suceden mientras caminamos guiados por algún tipo de decisión hacia algún determinado "destino"...
Y ya para admirar su propio razonamiento y observando un producto final inconcluso sentencia: dentro de la infinita posibilidad de hechos fortuitos aparece especialmente uno que siempre se destaca y parece ser más grande que los demás, ese fáctico hecho es la constante posibilidad de “morir en el intento”, la posibilidad del deceso, de la ausencia, o del no ser, que se manifiesta en los seres humanos en forma de miedo o impotencia, de todo tipo y color (y sólo a veces y finalmente de resignación). Y así el miedo en todas sus dimensiones aparece como el principal condicionante en la toma de decisiones, hecho que evita el contexto ideal de la misma que es la libertad.
Así, muchos de los deseos de realización del ser humano se ven paralizados y estancados por el miedo, condicionante fundamental de la felicidad de la mayoría de las personas. Miedo a perder el trabajo, miedo a quedarse sólo, miedo a no poder comprarse el auto nuevo, miedo a no pertenecer, a la vergüenza, al ridículo, a la muerte, miedo a ser realmente feliz sin importar lo que pueda pasar, sin medir, sin dejarse atrapar, miedo que en definitiva te paraliza y que no te deja mover. Y culmina: “y así las personas se acostumbran a no ser felices, a que siempre les falte algo”, y remata: “así es como le permitimos a nuestros miedos ser el precursor de nuestras más indeseadas omisiones, y a los ajenos, los modeladores de nuestras vidas”.
Con esta base de razonamiento, todavía algo inconclusa, Viaje por África ciertamente concuerda, y amplía y remarca nuevamente, que es condición sine qua non que la toma de estas decisiones esté enmarcada en un contexto de libertad (sin miedo), y que sea una experiencia íntima y personal en la que uno se abstrae de esos condicionantes, combatiéndolos y aniquilándolos para siempre.
Así, este humilde, y por cuestiones de espacio, compacto razonamiento, a Viaje por África le da pie para decir que hacía algo más de un año había tomado una de esas decisiones, atravesada por un sentimiento de incomodidad con la propia ignorancia, con la caja de zapatos en la que nos sentíamos inmersos, con la linealidad de los acontecimientos, con hambre de conocimiento, de cultura y de mundo; con una determinación gigante para conocer lo desconocido, para explorar, que ciertamente y como sentencia el librito, posibilitó un enfoque que nos llevó hacia muchos destinos, una meta y un objetivo propuesto.
Esa decisión fue recorrer el continente africano de Sur a Norte, con escaso dinero y como se pudiera. Pasara lo que pasara y sin miramientos, teníamos que atravesar toda la intrincada red de hechos fortuitos que muchas veces nos alejaron y otras nos acercaron a nuestro objetivo, que muchas veces lo embellecieron y muchas veces lo llenaron de pesadumbre, pero que gracias a una sólida convicción, nos regaló de miles de maneras distintas las experiencias que estábamos buscando, y si me atrevo a aumentar, paradójicamente de muchísima más libertad.
Entonces el hecho revolucionario egipcio que nos puso en un momento, y aunque me parezca raro y tonto escribirlo, entre la vida y la muerte, y más allá de las momentáneas secuelas lógicas que nos dejó, psicológicas del tipo traumáticas (como miedo a salir a la calle, miedo a la gente, sueños de persecuciones, insomnio, y un vacío gigante de respuestas); tanto como corporales (del tipo moretones, cortes, oídos rotos, caras de boxeador y dolores de espalda duraderos), también nos dejó experimentar un absoluto renacer de la vida, mucho más liviana, cruda, y si se nos permite, "realista".
Nos terminó de consolidar una escala de valores cimentada de allí en más, en la aceptación absoluta y perpetua de saber que ese factor de muerte en todas sus dimensiones y en todo momento existe realmente, y que no se puede hacer nada por evitarlo, más que quedarse adentro de la caja de zapatos (y hasta ahí), hecho que restringe la libertad y limita la felicidad (aunque nos queramos convencer de lo contrario), la indagación de sentimientos y el inexplicable e irrepetible hecho de explotar constantemente de felicidad en el interior, porque estás haciendo lo que realmente se te canta los huevos cada minuto de tu vida.
Nos reafirmó en definitiva que la vida se puede acabar en cualquier momento, pero también nos volvió a gritar al oído que más vale morir haciendo lo que a uno se le canta un huevo y bajo sus propias reglas, que adentro de una caja de zapatos y bajo reglas que uno no elige, de las que se queja constantemente, y aunque esa vida en términos estadísticos pueda ser más larga, más segura y más cómoda.
Por otro lado el enfrentamiento a la posibilidad de la más irracional y repentina de las muertes, puso también de manifiesto la impotencia y desesperación de nuestras familias, que como es lógico, empezaron a gritar a los cuatro vientos que nos tomáramos un avión a la China, a Mongolia, o a Alemania; lejos de Egipto, Israel, Jordania, y toda musulmania, que por aquellos momentos estaba bastante convulsionada. En definitiva, "que saliéramos de ahí ya... mañana o anteayer"... Ahí empezó la feroz lucha interna con esto de la toma de decisiones y los sentimientos que las atraviesan.
Paradójicamente como dice el librito, no solamente nuestros miedos nos estaban cagando a palos y ganando por afano, sino también los miedos de nuestros afectos más cercanos. Aunque nuestras familias hicieron un esfuerzo espeluznante por no tomarse ellos los aviones para sacarnos de Egipto a golpes, la presión de saber que pensaban que éramos una especie de mezcla entre retardados y egoístas, jugaba un papel importante en cada minuto del día que pasaba y no estábamos volando a dos océanos de distancia.
Pero pasaba todo esto de sentir que La China, Mongolia, Alemania, o dos océanos de distancia, no formaban parte de aquella decisión que habíamos tomado más de un año atrás, y todavía había un documental que hacer a una frontera de distancia... y un nuevo objetivo que era Medio Oriente y La India y... “la pucha, qué difícil Juli, ¿Qué hacemo’?”. “Qué se yo, yo que sé, qué se yo”, “¿Vamo a Tailandia?, ¿Vamo a Bangladesh?”.
No cerraba ni una pizca, no sonaba ni lindo ni excitante, no sonaba a nada. “¿A Tailandia?”. “No ya sé boludo, pero qué se yo, yo tampoco me quiero ir a Tailandia, pero por ahí...”. Lo ensayamos varias veces por día en distintos roles. A veces era yo el que decía: “dale, sí, a Tailandia”, y a veces el me decía: “y dale, a China”, pero el resultado era el mismo: no había nombre de país que tuviera más peso que Israel. Nos queríamos ir a Israel como habíamos planeado, ya mismo y sin dudarlo. Ese era el camino, ahí estaba la felicidad... sin pensar y sin medir.
Un avión nos iba a llenar de alivio tanto a nosotros como a nuestra familia, pero a su vez nos iba a hacer infelices y nos iba a depositar en un camino a mil millones de kilómetros de distancia del nuestro. Y eso era lo que efectivamente hacía de la decisión un quilombo mayúsculo: la tremenda adicción a una felicidad basada en seguir nuestros principios; sumado a que tomar un avión a Tanganica era el final más careta desde Verano del 98’; y huir por el aeropuerto, en una empresa aeronáutica, hacia Alemania, todo lleno de miedo, la más pacata desde que se prohibió la marihuana.
Así es que tenemos que pedir de todas maneras un perdón obligado a nuestras familias (que bastante mal la pasaron), tanto por no salir en aquel momento de Egipto, como por seguir nuestro viaje por Medio Oriente, pero si no le hacíamos las concesiones correspondientes a nuestras convicciones, probablemente hubiéramos terminado perdiendo el rumbo, con un camino truncado y un final recontra chato. En definitiva: adentro de la caja de zapatos, seguros, vivos, pero hastíados.
Tomar la decisión guiados por el miedo iba a ser sin dudas una deuda imposible de saldar. Y como dijo el cantante: “El que abandona no tiene premio”. Perdón, pero en definitiva nunca respetamos nuestros miedos, por ende, nunca vamos a respetar los ajenos. Me despido con una frase del poeta más clandestino de Avellaneda que una vez borracho y mirándome a los ojos me dijo: “Pa tibio me quedo en casa...”. Perdón por última vez entonces, salud y hasta la próxima...
"Juguetes perdidos". Patricio Rey y sus redonditos de ricota.
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