Un largo camino a Cravi (vía Suratthani), turismo y terrorismo en Tailandia...
Cravi... Budismo vs. Turismo... |
Las
ganas que teníamos de irnos de la ciudad pudieron más. Le solicitamos muy amablemente
a Suthida que nos cuide los bolsos, le contamos que teníamos asuntos que
atender al lado del mar, pero que volveríamos pronto, que no sabíamos
exactamente cuándo, pero pronto. Mientras salíamos de la casa, notamos que sus
padres casi no se habían movido de la posición en que estaban cuando habíamos
llegado. Mantenían el mismo gesto de amabilidad y la misma sonrisa tailandesa. Formalizamos la situación con un “Goodbye, see you soon”, y encaramos los callejones del barrio que llevan directamente al abordaje de un tren que nos depositaría en las mismísimas entrañas de la
estación central: Hua Lampong.
Por esas cosas de la desgracia diabólica de la vida, apenas descendidos del tren, caí en cuentas que me faltaba uno de los discos rígidos, que muy probablemente se me había caído en algún lugar de la estación desde la que proveníamos: Bang Khen. Le pedí muchos perdones a Vico, pero: “la verdad es que me vuelvo a buscarlo”. Si había una posibilidad en un millón que esté, pensaba agotarla. Vico, que encubría un entendible y enjutado mal humor detrás de su paciencia, me acompañó sonriente en su nueva postura budista. Viaje en la exacta y opuesta dirección mediante, y ya estábamos igual que al comienzo, pero con un poco más de ganas de cortarnos el piolín con tanzas filosas.
Por esas cosas de la desgracia diabólica de la vida, apenas descendidos del tren, caí en cuentas que me faltaba uno de los discos rígidos, que muy probablemente se me había caído en algún lugar de la estación desde la que proveníamos: Bang Khen. Le pedí muchos perdones a Vico, pero: “la verdad es que me vuelvo a buscarlo”. Si había una posibilidad en un millón que esté, pensaba agotarla. Vico, que encubría un entendible y enjutado mal humor detrás de su paciencia, me acompañó sonriente en su nueva postura budista. Viaje en la exacta y opuesta dirección mediante, y ya estábamos igual que al comienzo, pero con un poco más de ganas de cortarnos el piolín con tanzas filosas.
El barrio de Suthida... Alrededores de Bang Khen... |
Hua Lampong... Hogar para desamparados I... |
Hua Lampong... Hogar para desamparados II... |
Rápidamente
empezamos a revisar a los costados de las vías, alrededor de los bancos de
madera, abajo de los rieles, adentro de los tachos de basura. De esos momentos en que uno cree un poco más en dios y le pide “por favor” y desesperadamente soluciones
al asunto prometiendo que en un futuro uno va a ser un poco menos forro y menos
distraído. Por dentro sentía conmigo mismo esa ira por la pronunciada y
llamativa desatención en mis actos, y no contento con ello, la proyectaba a
todos los tailandeses que estaban alrededor, buscando encontrar alguno con cara
de culpable o con aspecto de sospechoso.
Quiso el destino ponerme en contacto con la mística de la grandeza asiática, cuando ya agotadas las esperanzas de encontrarlo, decidí entrar al Seven Eleven a rematar mi última ilusión a ningún postor. “Sawaddee Krab” (hola en tailandés) seguido de señas y fonemas inventados que enfaticen una idea abstracta para preguntar por: “un disco rígido” (la situación es un poco como jugar al dígalo con mímica pero agregando sonidos guturales primitivos). La piba del Seven Eleven, más rápida que un avión a chorro, me señaló con esa sonrisa Tai displicente, una pequeña estantería a un costado del mostrador.
El mundo se congeló y el glorioso relámpago que todo pelotudo necesita para redimirse de sus propios errores, iluminó la realidad. La chica estaba señalando: “un disco rígido”. Que por otro lado era "mí" disco rígido, adentro de su inconfundible e irrepetible funda. Cuando lo puse entre mis manos, aparentemente habría sonado el trueno correspondiente que cierra definitivamente esa entrada a la cuarta dimensión de la suerte y la eterna casualidad. Y como es lógico, en ese momento todo volvió a tener sentido, inclusive la vida, a la que es bastante difícil encontrarle alguno serio. Y aunque me seguía sintiendo un pelotudo, pasé a sentirme un pelotudo aliviado de poca consistencia, como la gran mayoría de la humanidad.
Sabemos conscientemente que esto en Argentina no sucedería en un millón de discos rígidos. Fue la primera vez que me impresioné con cómo el tailandés (y el asiático en general), es prácticamente incapaz de tocar algo que no le corresponde. Uno puede dejar la mochila en el medio de la estación de tren más superpoblada del mundo, volver recién al día siguiente, y la mochila va a seguir estando en el mismo lugar; como si nadie la hubiera visto, o más aún, como si a nadie le importase. Un valor muy dignificante, elevado, y destacable, para una sociedad que convive casi naturalmente con la pedofilia de americanos y europeos.
Pero lo importante es que nos estábamos yendo a Cravi... a ver si cruzábamos para Phi Phi Island. Volvimos a Hua Lampong solamente para empezar a chocarnos de frente con lo encarnizado del turismo Tailandés, cuando entendimos que dentro de la misma estación, las agencias que venden pasajes y excursiones intentan facturar tres veces los costos que se anuncian en la ventanilla oficial (que también está dentro de la estación). ¿Absurdo? Terminamos comprando un pasaje en un tren tercera clase hasta un raro tugurio llamado Suratthani, que además incluía una combinación en bus hasta aquel otro extraño lugar llamado Cravi. El viaje en tren, por ser el primero prefiero olvidármelo, ya que mucho peores y menos verosímiles fueron los hechos que se sucedieron una vez que llegamos a Suratthani.
Quiso el destino ponerme en contacto con la mística de la grandeza asiática, cuando ya agotadas las esperanzas de encontrarlo, decidí entrar al Seven Eleven a rematar mi última ilusión a ningún postor. “Sawaddee Krab” (hola en tailandés) seguido de señas y fonemas inventados que enfaticen una idea abstracta para preguntar por: “un disco rígido” (la situación es un poco como jugar al dígalo con mímica pero agregando sonidos guturales primitivos). La piba del Seven Eleven, más rápida que un avión a chorro, me señaló con esa sonrisa Tai displicente, una pequeña estantería a un costado del mostrador.
El mundo se congeló y el glorioso relámpago que todo pelotudo necesita para redimirse de sus propios errores, iluminó la realidad. La chica estaba señalando: “un disco rígido”. Que por otro lado era "mí" disco rígido, adentro de su inconfundible e irrepetible funda. Cuando lo puse entre mis manos, aparentemente habría sonado el trueno correspondiente que cierra definitivamente esa entrada a la cuarta dimensión de la suerte y la eterna casualidad. Y como es lógico, en ese momento todo volvió a tener sentido, inclusive la vida, a la que es bastante difícil encontrarle alguno serio. Y aunque me seguía sintiendo un pelotudo, pasé a sentirme un pelotudo aliviado de poca consistencia, como la gran mayoría de la humanidad.
Sabemos conscientemente que esto en Argentina no sucedería en un millón de discos rígidos. Fue la primera vez que me impresioné con cómo el tailandés (y el asiático en general), es prácticamente incapaz de tocar algo que no le corresponde. Uno puede dejar la mochila en el medio de la estación de tren más superpoblada del mundo, volver recién al día siguiente, y la mochila va a seguir estando en el mismo lugar; como si nadie la hubiera visto, o más aún, como si a nadie le importase. Un valor muy dignificante, elevado, y destacable, para una sociedad que convive casi naturalmente con la pedofilia de americanos y europeos.
Pero lo importante es que nos estábamos yendo a Cravi... a ver si cruzábamos para Phi Phi Island. Volvimos a Hua Lampong solamente para empezar a chocarnos de frente con lo encarnizado del turismo Tailandés, cuando entendimos que dentro de la misma estación, las agencias que venden pasajes y excursiones intentan facturar tres veces los costos que se anuncian en la ventanilla oficial (que también está dentro de la estación). ¿Absurdo? Terminamos comprando un pasaje en un tren tercera clase hasta un raro tugurio llamado Suratthani, que además incluía una combinación en bus hasta aquel otro extraño lugar llamado Cravi. El viaje en tren, por ser el primero prefiero olvidármelo, ya que mucho peores y menos verosímiles fueron los hechos que se sucedieron una vez que llegamos a Suratthani.
Tercera clase... Nuestros vagones en Tailandia... |
A
enumerar: tailandeses a los gritos y de mal humor empacando gente en colectivos.
Turistas que no tenían idea qué hacer o a dónde ir. Calor insoportable. Una
tailandesa coordinadora insultándonos en tailandés porque nos quería hacer bajar del colectivo, hecho que nunca llegamos a entender. Vico devolviéndole las puteadas en Español con mucha
efectividad, ya que logró que no nos bajen. Un viaje de media hora que nos
llevó hasta otro lugar en el que el calor era aún más insoportable, y las
bebidas y los sandwiches costaban cinco veces más caro que lo normal. Nos abandonaron
sin decir nada. Ahí llegué a la conclusión que los tailandeses que trabajan con
turismo utilizan el silencio como un arma terrorista. Nos separaron por colores.
Ya no sabíamos si nos estábamos yendo de “vacaciones” o a hacer trabajo forzoso a alguna novela de Cris Morena.
Estación de tren en Suratthani... |
Turismo confundido en Suratthani... |
“Caimos en la trampa” pensamos, pero no, nada era parte de un plan macabro para llevarnos a hacer trabajo forzoso a Telefe. Simplemente era la peor versión del inoperante y corrupto sistema Tai para tratar al turismo masivo. Luego de aproximadamente tres horas de ruta, finalmente llegamos al famoso énclave tailandés. Claro que la combi en vez de dejarnos en el puerto nos abandonó en el medio de la ciudad, casi ordenándonos tomar otro taxi para llegar al puerto. El conductor ni nos habló, ni nos respondió, sólo nos hizo señas para que nos bajemos y se fue.
Primeros momentos en Cravi... |
Templos y más templos... |
Como era de esperar, en medio
segundo estábamos rodeados por mil tacheros. Los reyectamos a todos con una
compulsiva balacera de “no, muchas gracias”, y nos apartamos de la escena. Cuando preguntamos
en qué dirección quedaba el puerto nadie nos quiso responder. Simulaban no
hablar inglés. Los más terroristas directamente nos ignoraban. Apareció un tipo
asegurando que el último barco del día iba zarpaba en quince minutos, pero que
él podía hacer que nos esperen. Nos quiso cobrar extra por el “favor”, momento
en que decidimos borrarlo del paisaje y quedarnos en Cravi, disfrutar tranquilos el resto del día, y esperar
hasta que abriera el puerto la mañana siguiente. También decidimos no ir a
ningún hotel y quedarnos vagabundeando por la calle.
Dimos
varias vueltas por la ciudad, fuimos a visitar un templo, averiguamos opciones
para visitar diferentes islas y charlamos ocasionalmente con algunas personas.
Pasaron caminando dos francesas que hasta el momento habían sido el suceso más
interesante desde la salida de Bangkok. Comimos en algún puestito clandestino y
nos quedamos respirando el movimiento de la gente, hecho que por lo
menos a mí, me parece de los mejores espectáculos de la vida. Por desgracia en algún momento llegó el atardecer, y como si la comodidad nos estuviera sobrando, aparecieron los
mosquitos.
Relajando en el budismo pacificador de Cravi... |
Ente iluminado al que los mosquitos no pican ni molestan... |
Justo en ese sagrado momento en el que uno se relaja y se recuesta en la mochilita a pegar el ojo, tuvimos
que espabilar de prepo y muy rápidamente. Se hizo mucho más de noche y... más mosquitos, menos
sangre, y más incomodidad de la linda. Nos tiramos en un callejón un poco
maloliente a observar cómo los gatos cazaban ratitas. Más mosquitos, menos sangre
aún. En un rapto de poca lucidez le propuse a Vico: “en el puerto debe haber
menos mosquitos por la brisa del mar. ¿Por qué no nos vamos a esperar allá?”. A
alguna hora de la madrugada emprendimos una caminata de unos cuatro kilómetros... Onírica, a trasmano, bostezando y con pocas esperanzas.
Una caminata que se me presenta en el recuerdo como dormir caminando, como un destello de vida que logra alumbrar la memoria por una fracción de segundo, pero que constantemente se apaga y la abandona en penumbras. Un recuerdo que alguna vez fue perfecto, y que el cansancio y el tiempo transcurrido se encargaron de empañar. Llegamos al puerto y estaba cerrado. Nos sentamos en unos bancos de piedra que había afuera. Muchos mosquitos más, nada de brisa o viento, mucha menos sangre. Recuerdo que jugábamos a cerrar los ojos y contar cuántos mosquitos contábamos cuando los abríamos. Perdí la paciencia como tres veces. Pensé estrategias para eliminarlos del planeta. Me pregunté mil veces cómo un bicho puede ser tan hijo de puta. Las mil veces me respondí que el ser humano no era mucho mejor.
Por suerte se fue empezando a hacer de día y la oficina naviera reabrió sus puertas. Los mosquitos, al igual que los vampiros, emprendieron la retirada al amanecer. En ese momento tengo el recuerdo de arrastrarme hasta los asientos de la sala de espera y desmayarme del cansancio sin importarme nada de lo que sucediera alrededor. Vico rápidamente se perdió de vista. Me acuerdo de experimentar ese mini éxtasis que sucede cuando finalmente después de mucho tiempo, uno logra sin demasiadas interrupciones o preocupaciones, cerrar los ojos. Esa sensación expansiva que reajusta y sincroniza el cuerpo y el alma a modo descanso. Lo único que quería era irme a vivir al mundo de los sueños y que no me despertaran nunca más.
Hasta el próximo capítulo entonces, cuando por algún tipo de arte de magia, estemos navegando en un barco rumbo a una isla paradisíaca. Gracias por leer y por estar.
Una caminata que se me presenta en el recuerdo como dormir caminando, como un destello de vida que logra alumbrar la memoria por una fracción de segundo, pero que constantemente se apaga y la abandona en penumbras. Un recuerdo que alguna vez fue perfecto, y que el cansancio y el tiempo transcurrido se encargaron de empañar. Llegamos al puerto y estaba cerrado. Nos sentamos en unos bancos de piedra que había afuera. Muchos mosquitos más, nada de brisa o viento, mucha menos sangre. Recuerdo que jugábamos a cerrar los ojos y contar cuántos mosquitos contábamos cuando los abríamos. Perdí la paciencia como tres veces. Pensé estrategias para eliminarlos del planeta. Me pregunté mil veces cómo un bicho puede ser tan hijo de puta. Las mil veces me respondí que el ser humano no era mucho mejor.
Por suerte se fue empezando a hacer de día y la oficina naviera reabrió sus puertas. Los mosquitos, al igual que los vampiros, emprendieron la retirada al amanecer. En ese momento tengo el recuerdo de arrastrarme hasta los asientos de la sala de espera y desmayarme del cansancio sin importarme nada de lo que sucediera alrededor. Vico rápidamente se perdió de vista. Me acuerdo de experimentar ese mini éxtasis que sucede cuando finalmente después de mucho tiempo, uno logra sin demasiadas interrupciones o preocupaciones, cerrar los ojos. Esa sensación expansiva que reajusta y sincroniza el cuerpo y el alma a modo descanso. Lo único que quería era irme a vivir al mundo de los sueños y que no me despertaran nunca más.
Hasta el próximo capítulo entonces, cuando por algún tipo de arte de magia, estemos navegando en un barco rumbo a una isla paradisíaca. Gracias por leer y por estar.
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