20 dic 2013

Bangkok a la deriva: Embajadas, Kao San Rd, y cuidado con el Pad Tai…

Bangkok con pronóstico de lluvias...
La amabilidad nos hace sentir mucho mejor, pero la mayoría de las veces no llega a sanar las frustraciones de la barrera lingüística. Inevitablemente llega ese momento en que la energía que hay que invertir para no abandonar abruptamente un intercambio comunicacional es inversamente proporcional a las necesidades básicas de subsistencia, y la gota de sudor que rebalsa el vaso de los ánimos y emana una puteada de frustración al viento, también es una invitación a reírse de uno mismo, y a darse cuenta cuán fuera de estado se está en la práctica de la tolerancia, en la visualización de la propia persona en relación con el contexto, y en las pretensiones sobre un medio ambiente que uno ocupa por primera vez en la vida y hace menos de 24 horas.

Todo esto lo pensé una hora después que Suthida nos había abandonado en una parada de colectivos en los alrededores de la estación de Bang Khen, y todavía no habíamos logrado alejarnos más de doscientos metros del punto de partida. Mientras el sol se estaba acomodando bien arriba, estos dos humildes servidores, inmersos en un infinito océano de Tailandeses, intentaban entender para dónde salir corriendo en caso de Tsunami. Nos habíamos propuesto encontrar la embajada China para sacarnos rápidamente de encima las visas y las inquietudes burocráticas del siguiente tramo. Como hablar y entendernos con la gente nos robaba más tiempo que caminar, y como en definitiva caminar es el mejor ejercicio para descubrir los cúmulos informativos de una ciudad, respiramos profundo, aceptamos nuestro condición de novicios, y en buena hora nos dejamos llevar por la marea tailandesa, que como por arte de magia nos depositó directamente en las puertas de nuestras chinescas intenciones.

La gloriosa estación Bang Khen...
Saliendo de la casa de Suthida...

De nada valió esta primera hazaña asiática, ya que como era de esperar según nuestro mayor enemigo imaginario: el Sr. Murphy, la embajada de China acababa de cerrar sus puertas por el día de la fecha. Mi memoria emocional reexperimenta físicamente la sensación de frustración que teñía aquellas primeras horas en Tailandia... y cómo además, esa sensación se multiplicaba por el calor, el hambre, y las pocas ganas de ciudad cemento que teníamos. Sin más remedio que hacernos cargo de la coyuntura, intentábamos interpretar un mapa de Bangkok, que aunque lo mirábamos y lo volvíamos a mirar, seguía escrito en tailandés. Apuramos entonces el paso de una caminata sinfín y poco direccionada, hasta que en algún momento desembocamos en las cercanías del centro turístico; ese lugar en el que la exageración y la exacerbación de las idiosincrasias se hacen presentes en forma de verborragia cultural pretensiosa. Un bus colectivo nos dejó entonces en el punto de partida para las siguientes desventuras: la estación central de trenes “Hua Lampong”.

Estación Hua Lampong en Bangkok...
Embajada de China en Bangkok... "No quiero más"...
Y nobleza obliga: no era desventura. La realidad es que estábamos muy aburguesados, llenos de rutinas, de vagancia, y saliendo de la zona de confort... Romper el cascarón y cambiar a modo “viaje guerrero del asfalto” nos estaba costando más que volver a trabajar en una oficina. Íbamos rebotando y a los tumbos por diferentes zonas de Bangkok, persiguiendo gente con Lonely Planets, buscando internet, comiendo Pad Tais, y lidiando con un monzón que de a ratos nos tiraba baldazos de agua por la cabeza.

Entre todos estos infortunios creados por nuestra propia imaginación, y justo cuando la vida estaba empezando a perder definitivamente el sentido, encontramos esa buena noticia o razón para seguir viviendo. Como quien encuentra la “Iglesia Universal” o el “Mormonismo”, nos topamos con un islote paradisíaco entre tanta ruina de cemento, que resultó ser el primer aliado y uno de los mejores amigos de los guerreros del asfalto asiáticos: el omnipresente SEVEN ELEVEN. Un templo de esos que definitivamente uno incendiaría en otros contextos, pero que en Tailandia regala agua caliente a toda hora, aire acondicionado a toda hora, y que posibilita a la vida ese minuto necesario, ese “pido gancho” oportuno para recobrar las fuerzas y salir a enfrentar nuevamente las calles a puro rock. Un especie de patrocinador del alivio, el aliento y la buena onda.

Iglesia de los guerreros del asfalto en Tailandia...
Avenidas, jungla y metal Tailandés...
Así fue que entre boxes y boxes, y entre caminata y caminata, fuimos entendiendo e incorporando las alternativas, los precios, y el mapeo de las principales áreas de la ciudad de Bangkok. Logramos, aunque ciertamente en contra de nuestra voluntad, empezar a meternos dentro de la rutina de Tailandia; a apreciar el color de los mercados, a tropezar con los millones de Budas que invaden el ambiente, a reconocer la amabilidad y los buenos gestos en mucha de su gente. En definitiva: tratamos de corregir conscientemente la miopía emocional, y movernos con mayor soltura y con el corazón un poco más abierto al presente. Por desgracia en esta primera etapa en Bangkok debo confesar que no fuimos demasiado exitosos en el ejercicio. Y aunque huele a consuelo poco digno: “lo importante es que lo intentamos”...

Haciendo negocios con el budismo...
Vico desorientado en la entrada del subte...
Necesitábamos tirarnos a orillas del mar o en cualquier lugar en el que no tuviéramos que lidiar con tanto quilombo por metro cuadrado y con tanta “realidad” tan omnipresente. La visa era el único motivo por el que no nos íbamos volando de Bangkok, y la embajada (como siempre) no tuvo mejor idea que complicar el entendimiento, el papeleo, los tiempos y la vida en general. Los días se nos disolvían yendo y viniendo... sólo para lograr entender la información básica para la aplicación, y una vez que terminábamos de pelearnos con la burocracia, casi por ósmosis terminábamos deambulando con mucho cansancio y frustración por las calles del centro de la ciudad. En esas caminatas a la deriva, el color lo ponían los pequeños espectáculos y ceremonias con los que nos topábamos en las esquinas; verdaderos representantes del carácter, el espíritu y la idiosincrasia de Bangkok.

Sólo durante esos pequeños momentos Bangkok se hacía infinito. Sabíamos que estábamos en una ciudad increíble, pero las trabas mentales y el reacomodamiento al nuevo continente, hacían que los estímulos del medio ambiente resultaran mucho más invasivos que deslumbrantes. Los restaurants y los puestos callejeros nos aturdían las neuronas con el constante y famoso grito que ofrece: “Pad Tai”. La invasión de travestis que acosan la periferia muy atrevidamente, se volvía un poco hinchapelotas y asfixiante, y las prostitutas numeradas en los bares sólo esparcían el reflejo de una sociedad en franca decadencia. Nada en el ambiente nos remitía a esa idea de diversión pícara o entretenimiento burdo, pero piola y momentáneo. Todo daba repetido, obsceno, sobrecargado, y en muchísimas ocasiones, perverso. Con esta visión de la realidad, la carga emocional se condensaba e iba en aumento.

Un poco de caminata nocturna por Bangkok...
Como si todo esto fuera poco, en algún momento llegamos a la famosa “Kao San Road”, que es una especie de burbuja de la irrealidad que aglutina toda la estupidez internacional en algo así como doscientos metros cuadrados. Lo peor del turismo mundial todo junto y bien compactado en un lugar en el que si uno no está bien acorazado se corre el riesgo de perder la dignidad y hasta algún pedazo del alma. Viejos semi pedófilos, prostitución a temprana edad, “gringos” derrochadores, y mucha gente en pedo y haciendo espectáculos deprimentes. Gente desnutrida mendigando, muchas remeras con leyendas del tipo: “Poneme la pijita acá” o “yo estuve en Kao San Road”; timadores, tranzas, y eso sí, mucha música, mucho reviente, y una carencia táctica y estratégica de cualquier tipo de sentido común asombrosa. Una especie de espectáculo de adoración a los sentidos, escrito y dirigido por un ciego sordomudo con problemas de filtro.

Kao San Road, masajes, prostitución, pad tai y borrachos bobinas...
Inspeccionando un poco los alrededores conocimos a dos argentos a los que habían coimeado y metido en cana por fumar porrito, y a un Tano que decía que no era pedófilo, pero que contaba anécdotas un tanto pedófilas. Confusión. Lo único que sé es que antes de volver hasta Hua Lampong a tomar el colectivo Nº 29 para volver a la casa de Suthida, se me atragantó el Pad Tai que estábamos cenando, y me salió un llanto contenido que tenía guardado desde que me tomé las pastillas para volar.

Lo loco es que a Vico le pasó lo mismo, y como quien no quiere la cosa, se inmortalizó un instante de sensibilidad que nunca había experimentado en ninguno de los viajes anteriores. Claramente Bangkok, su embajada china, y su propuesta turística, no estaban colaborando en lo más mínimo con nuestros estados emocionales. Prestando atención a esa pequeña explosión, empezábamos a aceptar que se avecinaban algunas tormentas para este nuevo viaje continental. De esas turbulencias emocionales que a través del tiempo y la distancia se irían transformando en invaluables experiencias de vida.

Por suerte llegamos nuevamente a la realidad de Suthida, a nuestra primera y entrañable casa Tai, en la que logramos descansar un poco el alma de la emboscada de Kao San Road y de nosotros mismos. La primera experiencia en Bangkok, más allá de la infinita mística y textura de su realidad, se resumía en incordio y pesadez espiritual. Aquella noche se declaró en paro la luna y el servicio meteorológico anunciaba chubascos y chaparrones. Me fui a acostar pensando que por suerte, como decía el negro más lindo de todos: “Siempre que llovió, paró”. Hasta la próxima.

El Negro Olmedo... La risa más hermosa del mundo...

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