20 dic 2013

De Grahamstown (Sudáfrica)... a Bangkok (Tailandia)… El Yin y Yang...

Grahamstown, Bangkok... El día y la noche...
Cómo fue que logramos salir de Grahamstown y llegar hasta Johanesburgo me lo olvidé. Vico, que estaba conmigo en el momento de la fuga, no lo quiere recordar, y no estamos tan seguros de querer que ningún otro testigo nos ayude a refrescar la memoria. Nunca en mi vida había experimentado tal bipolaridad entre el sentimiento de irme de viaje o quedarme para siempre en un mismo lugar. Grahamstown se había tornado absolutamente onírico y lisérgico hasta el punto de hacerme perder el sentido de existencia de alguna otra realidad exterior. Grahamstown (y su burbuja), se puede catalogar como parte del selecto grupo de pueblos encantadores que lo tienen todo, te lo dan todo, pero que se te meten tan profundamente en el corazón, que te arrancan un pedazo de vida cuando se intenta salir.

Cuando íbamos camino a la estación sentía que además de la mochila cargaba un corazón partido al menos en cuatro trozos principales, diez secundarios y otras treinta colaterales. Todo drogado con endorfinas, con mucha adrenalina y dopamina, y yo creo que hasta lleno de heroína, ya que esos dos últimos meses antes de la partida, dieron la sensación de disolverse en una cuchara. De esta manera, este músculo que no hace otra cosa que cansarse de latir y de sentir, pidió licencia hasta nuevo aviso, para salir a enfrentar una de las más largas e impiadosas resacas emocionales de todos los tiempos. “Todo lo que sube, cae” y esas leyes físicas y metafísicas. Sin olvidarnos de hacer una escala en el Transkai para saludar a nuestro hado padrino "Steve", encaramos de una buena vez por todas hacia el aeropuerto de la gran ciudad sudafricana.

Luego de surfear la incomodidad de veinticuatro horas de espera, de un cóctel de pastillitas mágicas anti-vuelo, y algunos incordiosos problemas con migraciones, finalmente nos permitieron abordar un avión de Qatar, empresa encargada de depositarnos en la alocada capital de Tailandia. El avión hizo una escala estratégica en Doha, lugar donde nos topamos con la eterna mística del “Checho” Batista y su barba, y nos fumamos un par de cigarrillos en una de las “peceras” más indignas que se hayan visto en algún aeropuerto. Luego de un par de horas sin ninguna emoción, abordamos el segundo vuelo con el único incentivo de continuar con la ingesta de whisky y pastillas, cuestión de llegar bien “pum” para abajo a la ciudad de Bangkok. En algún momento el milagro del aterrizaje sucedió, y nos re materializamos en una realidad distinta y en una dimensión absolutamente desconocida para este blog.

Turismo pecera en el aeropuerto de Doha...
No sé muy bien qué me estaba pasando, pero aunque esperaba y esperaba, no llegaba a sentir la abrupta invasión de esa excitación natural por estar pisando un país tan nuevo y tan lejano de casa. Me sentía como si hubiera llegado a medias... con los sentimientos probablemente a más de diez mil kilómetros de distancia. Nos hicieron tres o cuatro preguntas, nos pusieron el sellito, y ahí nomás, del otro lado del portón de migraciones, nos regalaron un chip telefónico con dos dólares de crédito. Como Vico es impresionante y maneja couchsurfing por telepatía, ya había conseguido una Tai originaria que nos rescataría de nuestro primer linyerismo vagabundo del sudeste asiático. Utilizamos el crédito para llamar a “Suthida”, recibimos instrucciones y coordenadas, y salimos disparados a su encuentro.

Aeropuerto futurista y Chips telefónicos...
Del aeropuerto nos escapamos en un subte muy primer mundista en el que todos los pasajeros estaban mirando una pantallita o una pantallota y nadie se comunicaba entre sí. Todos muy Tai, todos parecían ser muy buena gente. Se me cruzaban imágenes de películas clase B de mafia tailandesa que me hacían fantasear que detrás de esa apariencia inofensiva y amable, todos estaban ocultando algo. Finalmente llegamos a destino y salimos del subte más que conscientes que lo inminente e inevitable era hacernos amigos íntimos de la comida callejera más barata; por lo que casi sin mirar, cruzamos hasta unos puestitos muy poco iluminados y nos metimos de lleno en la realidad del arroz y del fideíto eterno. Inmersos en un llamativo silencio que resaltaba la teatralidad de las penumbras nocturnas, contemplamos por primera vez los confusos y entreverados movimientos de la gigantesca e inabarcable ciudad de Bangkok.

Subte primermundista con personas con pantallas...
Cambalache de comida nocturna en Bangkok...
Con el estómago mucho más contento y mucho más lleno de algún tipo de picante ,emprendimos la última caminata del día hacia una estación de subte llamada “Mo Chit”. Trasladamos los restos de nuestros cuerpos envueltos en una humedad nocturna que parecía capaz de deshidratarte arrancándote de a pedazos el agua del cuerpo. Esa humedad que hace transpirar al hablar o al respirar. La humedad del paso lento, sofocante. Esa humedad de “me quedo todo el día abajo de un ventilador”... Esa humedad y ese olor que durante los primeros días atornillaron en mi memoria la atmósfera de Bangkok. Llegamos a la estación, y Suthida, dos amigas y tres pantallas conectadas a internet, nos estaban esperando adentro de un auto.

Suthida compulsivamente nos dejó saber que estaba “practicando para ser una buena couchsurfera”, lo que me sorprendió muchísimo, nunca llegué a comprender, y decidí no profundizar. El viaje fue amable, charlado, pero con la incomodidad que produce la constante presencia de pantallitas electrónicas acaparando las miradas. De esos momentos que todo lo que se dice en una charla alguien lo busca en internet para traducirlo en imagen. Las pibas manejaron un rato por distintas avenidas. Mientras tanto yo pensaba y miraba por la ventanilla con esa disimulada inquietud que se pregunta: “¿Adónde carajo estaremos yendo?”. Estaba invadido por esa especie de intolerancia a no saber qué es lo que sigue, esperando muy ansioso a que el auto se detuviera y me dijeran: “Es acá”.

Mini Suthida...
A los cinco minutos llegamos. Las amigas de Suthida saludaron y se esfumaron muy rápidamente sin dejar rastros ni estelas. Desde una oscura y memorable esquina, empezamos a caminar y a internamos en unos callejones angostos de algún barrio en algún incierto lugar de Bangkok. Con Vico nos mirábamos y nos hacíamos muecas silenciosas e invisibles. Luego de un par de minutos de incertidumbre llegamos a la casa de una familia muy Tai. Los padres de Suthida nos recibieron con su sonrisa tailandesa, que es una sonrisa un poco parca, pero muy genuina a la vez. No conocían o sabían ninguna palabra por fuera del tailandés, por lo que la primera comunicación duró un total de cuatro segundos. Mientras saludaba por gestos, vi que en el frente de la casa, justo al lado del living, funcionaba un almacén de "ramos generales". No había cocina dentro de la casa, hecho que en primera instancia me resultó muy llamativo, pero que luego de la primera caminata por Bangkok, terminaría resultando lógica pura. La comida callejera está disponible literalmente las 24 horas a un costo que le roba el sentido al esfuerzo de prender una hornalla. 

Con vistas al almacén de ramos generales...
Infinitos puestos-cocina por todo el país...
Suthida nos mostró la ducha y nos llevó hasta nuestra habitación. En los rincones de las casa se podían apreciar pequeños altares inundados por estatuillas de deidades y figuras mitológicas. Toda las habitaciones estaban revestidas por una atmósfera de cierta pureza y armonía. A través de la ventana se plasmaba el cuadro de una noche quieta e insonora, iluminando tenuemente el cauce de un río que parecía fluir desde alguna realidad paralela. Y... de nuevo brotando desde la nada misma esa sensación de disgregación interna multidimensional. De nuevo esa inquietud que busca unir toda la experiencia de los sentidos, de los sentimientos, y de la vida, en una sensación hecha a la medida del alma.

Nuestra primera habitación en Bangkok...
Rincón budista...
En ese momento experimenté por primera vez la nueva realidad. No encontraba aún la forma de sentir que todo mi “yo” no estaba en Sudáfrica, a pesar que lo loco e irrefutable era que estábamos en Tailandia, y que estaba mirando a través de la ventana de la casa de Suthida, en un barrio muy Tai y muy alejado del centro, y a algunos miles de kilómetros de mi corazón. Me fui a acostar con la imagen de una luna colonizada por banderas de diferentes colores. Me fui a dormir con el alma mezclada y haciendo catarsis... imaginándome flamear un sentimiento en la vastedad de la conciencia. Así recuerdo nuestra llegada a Tailandia: una gran nebulosa en la que me resultaba difícil distinguir algún atisbo de realidad. Había que dormir para que el cielo se vuelva a aclarar. Bienvenidos a Bangkok entonces. Gracias por leer y hasta mañana.

La celeste del medio... La primer casa en Tailandia...



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